¡Burn, baby, burn! El amlito en llamas

ENRIQUE ABASOLO

¿Dijo en verdad John Lennon que The Beatles eran más grandes que Jesucristo?

​En realidad dijo que eran más populares. Sí, en ese momento particular de la historia y entre una generación de adolescentes que efectivamente ponderaba mucho más a sus ídolos musicales que a las figuras religiosas.

​La entrevista con tal declaración, realizada por la periodista británica Maureen Cleave, se publicó en 1966 en Reino Unido y no provocó ni el bostezo de un perro abúlico.

​Pero todo fue cosa de que la cita fuese retomada por un medio estadounidense, para que la hinchada fanática de Yisus en América encendiera las antorchas e iniciara un linchamiento mediático en conrtra del Cuarteto.

​Presionado por el peso de ser el líder de la agrupación más importante del mundo (y seguramente por su mánager) el pobre John tuvo que confrontar a la prensa gringa, deshaciéndose en disculpas y en precisiones sobre el sentido de sus palabras. Pero el Lennon más desenfadado de los años post Beatles felizmente hacía declaraciones mucho más temerarias con tal de conmocionar un poco las cosas.

​El caso es que la buena y blanca juventud cristiana norteamericana comenzó una campaña de depuración para exorcizar al demonio del suelo “americano”, y en diversos puntos (sobre todo en los estados del sur) se instalaron centros de acopio para recibir discos, libros, fotografías, memorabilia y todo tipo de mercancías beatles (que no eran pocas), para su posterior quema en enormes piras.

​A mí me duele ver las imágenes de aquellas hogueras consumiendo literalmente toneladas de discos y subproductos de la beatlemanía, porque trato de imaginar su valor actual como artículos coleccionables.

​Curiosamente, a los que no les dolió tanto fue a los propios Beatles pues, aunque en aquella gira el ambiente fue algo hostil, el resultado no fue tan adverso según recuerda Ringo Starr: “Millones de chicos quemaron nuestros discos, pero después salieron a comprarlos de nuevo”. ¡Ja! ¡En tu cara,Yisus!

​En México tenemos una gran tradición también quemando símbolos y efigies, siendo la más tradicional la quema de los Judas del Sábado de Gloria.

​En algún momento se dejó de lado el significado religioso de esta tradición para ser llevada al ámbito político.

​Y la verdad es que está muy bien: Siempre es mejor tatemar a alguien de a mentis que chamuscarlo de a devis. Por mucho que la sublimación de este acto revele las más genuinas ganas de prenderle fuego a alguien, siempre es mejor quedarnos en el plano de lo simbólico (¡Qué no habría dado Juana de Arco porque hubieran quemado mejor una efigie suya cortesía de Piñatería Ramírez!).

​Hay otras modalidades para escenificar la muerte de alguna figura pública, sea persona o institución, como es organizarle un carnavalesco funeral, con su féretro y su cortejo chusco, como hicieron hace algunos meses los porros del cuatroteísmo con la Ministra Presidente de la Suprema Corte de Justicia, Norma Piña.

Pero lo cierto es que nada le gana en teatralidad a la quema del chamuco en turno. Y le tocó hace unos días a nuestro Chapatín sin medicamentos, el Tlatoani sin bastón, el Presidente Andrés Manuel López, cuando un grupo de trabajadores del Poder Judicial de la Federación quemó la simpática caricatura del “amlito”.

Inconformes con la desaparición de los fideicomisos que, de acuerdo con sus demandas los afectan, los trabajadores del PJF le prendieron fuego a la efigie de quien consideran su enemigo y la verdad es que ello no reviste la menor relevancia.

Políticos quemados, gobernantes en llamas al calor de una protesta, los recuerdo desde que tengo memoria y más atrás si hacemos la más somera búsqueda.

Y desde luego y como siempre, no es algo privativo de México. Recuerdo imágenes de los hippies “quemando” a Nixon durante las protestas por la Guerra de Vietnam. Y de todos los dolores de cabeza que ese asunto representó para el 37 presidente de los EEUU, la quema de su efigie debió ser la última, última, última, última de sus preocupaciones.

Carlos Salinas, desde luego ha sido devorado por las llamas desde que estaba en funciones y yo creo que hasta la fecha, por encarnar a todos los demonios del neoliberalismo.

Pero sea justificado o no el gesto para con cualquier gobernante que haya probado (por la vía del vudú) un poco del calor que el Averno le depara, haya o no sido merecedor a esta dura sentencia del juicio popular, carece por completo de importancia.

Es una parte inherente casi del ejercicio del poder, en una nación que se presuma libre y democrática desde luego. No creo que haya muchas quemas de piñatas de don Kim Jong-un, ni que las haya habido de sus predecesores, en la amistosa Corea del “Norti”.

Pero en cualquier país con derechos mínimos a la libre expresión, es obvio que el gobernante en turno le va a caer como patada en las criadillas a un segmento de la población y dicho segmento se va a manifestar cada vez que el gobierno proceda en contra de sus intereses, principios, ideales o creencias.

Gobernar es un paquete que viene con muchas aristas indeseadas: Un gobernante le va a caer mal a la mitad de la gente, va a ser caricaturizado, sus errores serán magnificados y no habrá un “lapsus linguae”, por anodino que resulte, que se le perdone. Y no hay nada que el gobernante pueda hacer al respecto. O mejor dicho, no hay nada que el gobernante DEBA hacer al respecto. Hasta pronunciarse resulta ocioso.

Pero cuando el monarca chiquito del Palacio enorme saca el tema en su excusa de revista matinal, sólo por el hecho de mencionarlo ya le está dando mucha más relevancia de la que merece, aunque sea para avisarnos que la quema del amlito “no le importa”.

Pero si no le importa… ¡¿por qué changos está haciendo mención del asunto?! Un verdadero estadista, un político de estatura, no se detendría en ello, ya no digamos hacer mención y distraer la atención pública. El simple hecho de distraer su mente por dos segundos con esta expresión casi infantil de manifestación, revela una fragilidad de carácter y una intolerancia al rechazo y la frustración inimaginable para alguien en el cargo.

Pero es López Obrador y sabemos de sobra que lo único que le importa es su popularidad y su sitio en las encuestas, de allí que en respuesta a las imágenes del amlito en llamas, tuvo que salir a dejar en claro que “¡Al cabo que ni me dolió-ó!”.

Créame, era eso, o verlo estallar en llanto.

Quemar políticos de papel y cartón sólo es algo de catarsis para el descontento popular (aunque la corrección política actual ya quiera ver allí un crimen de odio). Bueno fuera que sirviera como remedio definitivo. Pero, como en aquella campaña anti Beatle, más se tarda en consumirse algún Judas, que nosotros en reponerlo con uno nuevo.